On octubre 21, 2017 by Centro de Soporte al Estudiante del Interior - UCV 2 comments
Quiero poder contarles
toda la historia, pero no va a poder ser, pues ni el tiempo ni las ganas me son
propicias. Por lo tanto, expondré aquellos momentos más impactantes de mi vida
caraqueña, además de un par de consejos, con la esperanza de que les sirvan
para algo y haga su vida en la capital más amena.
Primero les comento, a
modo de consejo, que Caracas hay para todos los gustos, tan solo busquen la
ciudad que mejor se adapta a su tiempo y ritmo porque les aseguro que para
hacer en estas calles hay de todo. Hay Caracas para lectores, melómanos,
cinéfilos, rumberos, aventureros, deportistas, chocolateros, caminadores,
cafeinomanos, soñadores, nostálgicos, depresivos, jóvenes, viejos, jugadores,
en fin, hay Caracas para todos. Y yo hice mi Caracas, una ciudad personalizada
que contiene la extraña mezcla de todos mis gustos, pero mi ciudad no la descubrí en una sola tarde, ni en una semana ni un
mes, mi ciudad la descubrí con cada
cambio de ánimo, con cada alegría y disgusto, entre sonrisas y llanto, lágrimas
y bebidas, historias y juegos, entre avenidas concurridas, mercados atestados,
museos solitarios, barrios coloridos, casas derruidas y senderos abruptos;
descubrir mi Caracas llevo tiempo,
aunque no la he descubierto completamente, pues constantemente se amplia. Y esa
es la Caracas que les voy a contar, mi
Caracas.
El primer recuerdo que
guardo fue el primer viaje a la capital, durante mi niñez, cuando somos
fácilmente impresionables. Llegar a esta ciudad resulta maravilloso cuando
vienes de una región donde los edificios no superan los tres pisos y las
avenidas se recorren en auto en cuestión de minutos. Contemplar los edificios
levantados entre cerros y las extensas autopistas andar hasta perderlas de
vista es magnífico, y mucho más cuando lo ves de noche. Las torres, avenidas y
barrios extinguen todo su deterioro para dar paso a un impresionante mosaico de
luces que deleitan hasta el menos imaginativo de los hombres. Avanzar por la
autopista en medio de la noche es olvidar de que en el cielo hay un millón de
estrellas para observar el millón de almas amontonadas dándole vida a una
ciudad con luz de subdesarrollo e intentos de progreso.
Luego la adolescencia,
edad en la que el ser humano se acompleja entre tantas dudas y dolores
existenciales. Vivir en Cojedes resulta un martirio, pues es un estado donde
todo escasea, desde el entretenimiento hasta la ropa de marca, por lo tanto,
siempre era menester viajar a alguna ciudad cercana mucho más grande e
importante, ergo Acarigua o Valencia, para poder asistir al cine o comprar
ropa. Paseos que constituían un escape a la monótona y calurosa vida del alto
llano. Por aquellos años decidí que mi vida no sería allí, a pesar de que
guardo con gusto y cariño los recuerdos y más temprano que tarde huyo hacia sus
fronteras en busca de calor materno, así que busque Caracas, busque mi futuro
en esta universidad, la Universidad Central de Venezuela.
Por lo tanto, les
comento que cuando cruce por vez primera la puerta de Las Tres Gracias no mire
ni los edificios ni los murales ni las esculturas ni las personas ni los
jardines, tan solo avance observando el suelo, pues no me lo terminaba de
creer; en mi mente, todo aquello era un complejo sueño diseñado por mí mismo
para escapar de mi abrumadora realidad. Pero no fue así, había llegado hasta
aquella universidad gracias a mi esfuerzo y dedicación, después de un par de
aventuras en moto taxi para llegar a tiempo a mi inscripción y mi prueba de
admisión. Y el piso del cual no apartaba la mirada estaba marcado por pequeñas
mariposas negras, dibujadas por todo el pasillo que recorre Tierra de Nadie,
frente a la Biblioteca Central; tome aquellas pequeñas mariposas como una
señal, una señal de que recorría el camino correcto.
Y comenzaron las
aventuras por la ciudad durante los ratos libres de la universidad, así que
recorrí museos, plazas y avenidas. La Avenida Fuerzas Armadas para calmar mi
sed de libros, Sala Cabrujas para calmar mi sed de música (música que no podre
escuchar hasta que compre algo que lea discos de vinilo), Plaza Bolívar para
saciar mi sed de chocolate, Catia para saciar mi hambre con perros calientes
rebosantes de salsas, Colegio de Ingenieros para deleitarme con la mejor música
y un par de curiosidades (¿sabía usted qué Caracas es uno de los pocos lugares
donde un mezquita y una iglesia cristiana están frente a frente, tan solo
cruzando la calle?), La Pastora para escuchar y ver la historia colonial, La
Candelaria para jugar domino un rato con gallegos, canarios, portugueses,
españoles e italianos, Los Palos Grande para descubrir el juego Go, Cafetal
para huir de la GNB y constatar que las señoras de aquel sector son chismosas y
sumamente religiosas (en una parada de bus me detuvo una señora, que guardaba
el acento español, y me hizo rezar un par de avemarías, padrenuestro y glorias
por el futuro de Venezuela), Sabana Grande para crear mi ruta de los golfeados,
Altamira para un buen café y una tarde de lectura mientras los niños del barrio
se bañan en las fuentes de Plaza Francia, Parque Central para observar la ciudad
desde su edificio más alto, Bellas Artes para encontrarme cara a cara con
Francisco de Miranda en la Carraca, Los Chorros para perderse entre caserones y
el Ávila, el Estadio Olímpico para desaparecer entre una masa de gente
apasionada que canta y goza sin importar si ganan o pierden los Rojos del Ávila
y me es imposible no mencionar al protector señorial de esta joven ciudad, el
Ávila, por donde recorrí senderos abruptos para llegar al techo del Caribe
venezolano y contemplar al sol salir y ocultarse a ambos lados de una ciudad
que resulta insignificante desde los 2.700 metros.
Por momentos, creí que
no podría vivir en esta ciudad, tan compleja y aterradora, pero la vida es
simple y los miedos son infundados debido a la mala fama que guarda esta ciudad.
Tan solo hay que saber caminar y con quien andar, pues es mentira que Caracas
muerde cuando la sabes tratar. Y es un último consejo: caminen Caracas, pues la
ciudad que descubrí lo hice caminándola, junto a amigos, tíos, primos,
madrinas, conocidos y desconocidos. Solo caminando Caracas se pueden descubrir
detalles como el Teatro Ayacucho, La Gran Pulpería del Libro Venezolano,
aquella dulcería en Parque Central, unas buenas empanadas en El Paraíso, un
museo que solo disfrutas con cervezas en Catia, el Panteón Nacional y el sinfín
de estatuas, esculturas, bustos, mosaicos, pinturas, vitrales, murales, plazas,
iglesias, bibliotecas, caserones, parques, barrios, avenidas, centros
comerciales, que en sus pasillos y esquinas guardan los mejores momentos de la
historia venezolana. Se los digo una vez más, pues Caracas tan solo les cuenta
sus secretos si la recorren con la mente bien abierta y las ganas bien puestas.
Así es mi Caracas, una pequeña ciudad que cada
día crece y converge en mi memoria a cuesta de caminos y pequeñas aventuras.
Conocerla se ha vuelto un curioso vicio e incluso creo que he venido desde
Cojedes a enamorarme de esta ciudad, lastimada y olvidada, pero una gran
ciudad.
Tal vez no transcurren
los mejores años para nuestro país ni para esta ciudad, pero llegaran mejores
tiempos donde la gloria pasada, de la cual vive humildemente esta gente y su
ciudad, será la gloria presente, porque lo merecemos. Merecemos lo mejor que
este país puede dar, merecemos crecer, progresar y mejorar.
Caracas, con todos sus
males, es una ciudad que no puedo olvidar, que ya es parte de mí, una cicatriz
que luzco con orgullo porque representa una aventura constante y enriquecedora.
Pablo Sierra –
Columnista CSEI
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Me recordo a mi JUJU
ResponderEliminarVaya aventura la de hacer Caracas tu propio terruño, venir desde Barinas a disfrutar esta ciudad ha sido una experiencia que marca toda mi vida. Bendita Caracas
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